domingo, junio 03, 2012

Verse gorda, estar flaca

Camila (22) estaba peleada con su imagen y la cambió de manera violenta. Al tiempo se convirtió en bulímica. Entretelones del tratamiento y el proceso de cura.

La mayoría de los trastornos alimentarios comienzan con la insatisfacción por el aspecto físico. Un pensamiento que deriva en conductas que, paulatinamente, se vuelven incontrolables. “Yo me veía y me sentía gorda”, confiesa Camila, hoy con 22 años, pero desde los 19 en proceso de recuperación por bulimia nerviosa. “Siempre pensaba en alguna posibilidad para bajar de peso que no pasara por el gimnasio o las dietas. Así que un día, en mi casa, decidí vomitar lo que había comido y me resultó tan fácil, tan simple, que lo incluí en mi vida como un método más para adelgazar”.


Los escondites

Al igual que el cigarrillo, el alcohol o las drogas, la bulimia es una adicción y, como tal, conlleva un escaso control de los impulsos que obliga al afectado a moverse de manera compulsiva. Así lo cuenta Camila, cuya identidad resguardamos respetando su pedido: “Al principio, lo hacía de vez en cuando, después comencé a ir al baño al terminar cada comida hasta que me encontré buscando cualquier excusa para vomitar”.

A diferencia de la anorexia nerviosa, la bulimia se caracteriza por ser más reservada ya que es difícil detectar sus síntomas. “Uno lo vive como algo íntimo; es algo que hacés por vos, sólo para vos”. Las personas que la sufren tienen esos comportamientos característicos: se esconden en el baño o en el cuarto para autoprovocarse el vómito; toman laxantes o van detrás de productos “mágicos” para alcanzar una meta que se aleja siempre un poco más, como un espejismo: adelgazar. La imagen no tiene nada de poético. Por el contrario, es indicio de un verdadero drama.


Las distorsiones

Camila revela otro rasgo de esta dinámica secreta y dolorosa: la necesidad de esconder los vómitos o los envases de los productos para adelgazar en los cajones o debajo de la cama. Es significativo que la mayoría coincida en guardar estas evidencias en lugares no tan ocultos, lo que al parecer desnuda inconscientes pedido de ayuda. “En algunas ocasiones lo hacía dentro de un recipiente y lo ponía en la mesita de luz, como si en verdad estuviera buscando que lo encontraran”. Ella, al cabo de tres años de tratamiento siente que puede tener una mirada “objetiva” sobre lo que le tocó vivir.

“A mí se me distorsionó mi imagen cuando, en realidad, la que distorsionaba era mi mirada. Empecé a verme muy mal. Estaba incómoda con mi cuerpo y me veía excedida de peso, gorda, cuando lo cierto era que estaba muy flaca. A medida que pasó el tiempo, aumenté las idas al baño hasta que llegué a un punto en el que no podía parar”.

Entonces tuvo que empezar a mentir y a ocultar cosas para continuar vomitando. Pero no estaba sola en esta cruzada que sin saber libraba contra ella misma: tenía amigas con las que todo esto era vivido de una manera plena: ellas también eran bulímicas. “Parecerá increíble, pero nos juntábamos a vomitar. Éramos compinches en eso, teníamos nuestro secreto que nos hacía vernos únicas, diferentes. Me sentía parte de un grupo. Una vez viajé con una amiga y nos pasamos todo el tiempo vomitando juntas, lo disfrutaba. Pero a la vuelta de eso me sentí muy mal, pésimo”.


Darse cuenta

El primer contacto que tuvo Camila con la noción de la enfermedad fue en la escuela, durante un encuentro sobre trastornos alimenticios. Allí se abordó la cuestión y suministraron información básica, aunque ella cree que de manera incompleta, insuficiente. “Daban clases sobre el tema, pero de un modo muy superficial. Tiempo después, a raíz de un desmayo que tuve, me di cuenta que se me estaba yendo todo de las manos. Creo que esa fue la gota que rebasó el vaso, me asusté bastante y comencé a buscar ayuda”. Los especialistas coinciden en que este es un paso clave desde el paciente, para iniciar la lucha contra la enfermedad: asumir el problema.

Primero, Camila se hizo atender por un psicólogo de su obra social que, según describe, “no entendió lo que me estaba pasando”. Después buscó alternativas por los centros de atención especializados. Todo este recorrido lo inició sola, sin contarle nada a nadie. Algo bastante inusual ya que por lo general no son los enfermos los que toman la delantera, sino el entorno familiar o los amigos.

Camila hizo un camino inverso y una vez que estaba siendo tratada, de a poco, empezó a conversar sobre su condición con los suyos. Cuenta que se manejó con cuidado, especialmente por su mamá. “En principio le dije que estaba yendo a terapia y después de un tiempo bastante largo le comenté que quería tratarme por bulimia. Tenía miedo: no quería que pensara cualquier cosa de mí. Hasta que ella misma me dio un lugar a donde ir”.


Acompañamiento

Los resultados de un primer diagnóstico determinaron que estaba en condiciones de hacer un tratamiento ambulatorio. Por lo tanto, no se vio obligada a modificar su rutina, pero sí tuvo que adaptarse a un tratamiento interdisciplinario que abarca distintas dimensiones del conflicto: el factor psíquico, el factor corporal, la interacción de ambas áreas y todo esto en relación con su desenvolvimiento social. Fue y sigue siendo clave en cada instancia del tratamiento el apoyo de la familia y las amistades.

Camila dice: “Para mí fue decisivo sentir que me acompañaban, que estaban a mi lado. Ellos también tuvieron que hacer una adaptación, entender, por ejemplo, que es importante que no se hable de temas relacionados con el peso. Porque es lo más común que te pregunten o te digan que estás más o menos gorda, más o menos flaca. Y eso te mata. Cuando escuchaba a una amiga quejarse por su figura y yo la veía perfecta, me ponía mucho peor. Tanto mis padres como mis amigas aprendieron a convivir con esas advertencias. Para mí fue trascendental que me ayudaran, sobre todo cuando tuve alguna recaída, y tuve varias. Entonces era vital que alguien estuviese conmigo para ayudarme a despejar la mente y pensar en otra cosa”.


Cada caso, una historia

La historia se parece, en líneas generales, a otras, pero los especialistas señalan que en cada caso hay una filigrana distintiva, personal, que obliga a plantear el abordaje desde un “punto cero”. En definitiva, no hay dos casos idénticos, aunque la meta sí sea la misma: la recuperación definitiva o lo que es lo mismo, borrar ese horizonte ficcional, el del espejismo de la delgadez como un ideal, sinónimo del cuerpo perfecto.

Camila se mira de reojo en el espejo y sonríe. Ahora se siente bien con ella misma y su relación con su cuerpo cambió: “Aprendí a separar las emociones de la comida. Ahora sé comer bien y puedo disfrutarlo mucho”.


Definiciones

* Bulimia. Es una patología originada en una preocupación obsesiva por la alimentación y sus efectos. “El problema se origina en la mente, pero es el cuerpo el que tiene la palabra porque expresa lo que el individuo siente”, define Edith Szlazer, directora de la Asociación Argentina de Bulimia y Anorexia (BACE).

* Efecto familiar. “Hay que tener muy en cuenta las presiones que ejercen amigos o familiares sobre el paciente. Muchas veces son ellos los que incitan el problema. Hay casos en que desde chicos se imponen traumas en relación con la comida como que, por ejemplo, el de comer en abundancia es sinónimo de salud”, advierte el psicólogo Daniel Bustamante.

* Obsesión por la delgadez. “Esta obsesión está dejando de ser una cuestión de estética individual para convertirse en un problema de salud pública que afecta a cada vez más personas”, advierte el sitio web de BACE.

* Cuestión de imagen. “Se observan niños y niñas con sobrepeso o muy preocupados por su cuerpo, lo cual da cuenta que los tiempos actuales priorizan la imagen en detrimento del crecimiento intelectual y afectivo. El problema es que importa más lo que se ve, sin tomar en cuenta el precio que se termina pagando por adecuarse de cualquier modo a los ideales estéticos del momento”, señala la licenciada María Beatriz Müller, Presidenta de Salud Activa.