Es ingenuo pensar en perseguir al narco y proteger a la sociedad a la vez.
El pasado 8 de abril los expresidentes latinoamericanos Fernando
Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo publicaron un nuevo
documento sobre el tema de las drogas en América Latina. En el mismo
tenor que sus pronunciamientos anteriores, realizados en el marco de la
Comisión Global sobre Drogas hace ya cuatro años, pero con mayor
precisión y de manera más explícita ahora, reiteran que “40 años de
inmensos esfuerzos no lograron reducir ni la producción ni el consumo de
drogas ilícitas […]\[...\] frente a la ineficacia y las consecuencias
desastrosas de la “guerra contra las drogas” [se ha reconocido] el
fracaso de la estrategia prohibicionista y la urgencia de abrir un
debate sobre políticas alternativas”.
Hablan ya claramente de la regulación de la marihuana como del
alcohol y del tabaco. Felicitan a los presidentes de Guatemala, Colombia
y Costa Rica por empezar a proponer opciones distintas y reseñan las
experiencias pertinentes de los últimos tiempos para diseñar
alternativas: “Europa en materia de salud pública y reducción de daños;
los experimentos médicos de algunos Estados de Estados Unidos con los
usos medicinales de la marihuana; la movilización de los sectores
empresariales y de la comunidad científica, y la expectativa de los
jóvenes…”. Junto con posiciones igual o más explícitas de otros ex
mandatarios como Vicente Fox y Felipe González, de intelectuales
latinoamericanos como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, y de muchos
otros exfuncionarios de múltiples países, ya son un número creciente de
voces, encabezadas por supuesto por los presidentes Juan Manuel Santos,
Otto Pérez y Laura Chinchilla, que claman lo mismo: esto no funciona.
Gracias a la iniciativa de estos últimos tres, la Cumbre de las
Américas celebrada en Cartagena este pasado fin de semana abrió el
debate a nivel de jefes de Estado: por primera vez un presidente de
Estados Unidos se vió obligado a escuchar los argumentos, las tesis y el
dolor de sus colegas del sur del Río Bravo sobre el terrible costo, y
los magros resultados, de la “guerra a las drogas”. Como bien lo dijeron
Santos, Pérez Molina y Chinchilla, se trata solo del comienzo de un
largo proceso, y solo el tiempo y la discusión ayudarán a animar a otros
mandatarios latinoamericanos a convencer a Barack Obama o a su sucesor
de que la política de los últimos 40 años ha sido un desastre.
Lo más alentador es que el principal obstáculo a un consenso regional
a favor de una alternativa —la actual postura mexicana— cambiará
pronto. México es el único país a la vez productor y de tránsito de
drogas en la región; es el que ha pagado el mayor precio —más de 50.000
muertos en los últimos cinco años— por combatir las drogas (Colombia
luchó también contra guerrillas y paramilitares); y es el que mayor
presencia tiene, por razones evidentes, dentro de Estados Unidos. El
actual presidente, Felipe Calderón, ha sido el mayor baluarte de la
postura prohibicionista, aunque de dientes para fuera ha aceptado que
“haya debate” sobre la legalización. Pero Calderón termina su mandato el
30 de noviembre, y cualquiera de sus posibles sucesores ya ha comenzado
a distanciarse del camino seguido entre 2007 y 2012.
Lo hacen porque la sociedad mexicana también empieza a evolucionar al
respecto. Un grupo de empresarios y académicos de Monterrey han apoyado
la despenalización, y presentaron una ponencia al respecto en
Cartagena. Una organización conservadora de la sociedad civil, México
Unido Contra la Delincuencia organizó un foro de gran repercusión en la
Ciudad de México sobre el tema. Todo esto se ha traducido, lógicamente,
en cambios en el enfoque de los políticos y los partidos, y, sobre todo,
en las posturas de los más importantes: Josefina Vázquez Mota y Enrique
Peña Nieto, los dos candidatos punteros a la presidencia de la
República.
Hace unos días, Vázquez Mota anunció que “en el golpe de timón” de su
campaña habría una nueva estrategia para la lucha contra la violencia o
“guerra contra las drogas”. Dijo que aun manteniendo al ejército en las
calles y sin pactar con el narco, concentraría, sin embargo, los
recursos y esfuerzos del gobierno en combatir la violencia que afecta a
la gente, y en particular cuatro delitos: secuestro, extorsión, asalto
en vía pública, y asalto en domicilio. Se trata de un cambio tácito pero
crucial frente a la estrategia del presidente Felipe Calderón, que ha
consistido en concentrar los recursos y las prioridades en el combate al
narco, incluso provocando un crecimiento espectacular de los homicidios
dolosos, los secuestros, los asaltos y la extorsión.
Enrique Peña Nieto, en un libro publicado el año pasado, en sus
artículos de periódico y en su breve ensayo publicado hace poco en
México ha dicho lo mismo: va a concentrar el esfuerzo en combatir los
delitos que afectan a la gente: homicidios, extorsión, secuestro. Su
prioridad será reducir la violencia, no combatir a los cárteles que
envían cocaína de los países andinos, marihuana, heroína y
metanfetaminas de México, a Estados Unidos.
En un mundo ideal, de recursos ilimitados, sería factible combatir
tanto al narcotráfico como a los delitos que afectan a la sociedad;
incluso en algunos casos tal vez sean los mismos individuos los autores
de ambas desgracias para las sociedades latinoamericanas. Pero dada la
escasez de recursos financieros, policíacos, militares y jurídicos en
México y toda América Latina, esto no es posible.
Decir, como Vázquez Mota y Peña Nieto, que van a concentrar los
recursos en combatir la violencia que afecta a la gente, aunque no lo
vean o entiendan así, significa <CF1001>desconcentrar los
recursos de la guerra contra el narco. Desconcentrar los recursos de la
guerra contra el narco, significa “dejar pasar la droga” a Estados
Unidos, como lo ha dicho en privado un ex presidente centroamericano;
hacerlo sin regular un mercado legal de drogas, significa fomentar la
cultura de la ilegalidad e impunidad. Como nadie aspira a eso en una
región justamente asolada por la debilidad del Estado de derecho,
llegamos a la recomendación de Cardoso, Gaviria y Zedillo: cambiar la
ley para adaptarla a la realidad, en lugar de querer cambiar la realidad
para adaptarla a la ley.
Esto es lo mismo que muchos han dicho desde hace cinco años, tanto en
México como en muchos países de América Latina. Pensar que se puede
perseguir al narco y a la vez proteger a la sociedad contra la violencia
en un contexto de escasez de recursos y de debilidad institucional (o,
por cierto, de abundancia y fortaleza también) es una ingenuidad o peor,
una tontería. Qué bueno que América Latina, poco a poco, avance por
este sendero; que bueno que Cardoso, Gaviria, Zedillo, Fox, Fuentes y
Vargas Llosa tomen más claramente partido; que bueno que Barack Obama
escuche; que bueno que hasta en México las cosas cambien; que bueno que
los que siguen en México, Vázquez Mota o Peña Nieto, ya hayan dado un
paso, consciente o inconsciente, incipiente o de gran alcance, retórico o
sustantivo, que nos aleja de la hecatombe de los últimos 40 años.