Uno clickea "enter" o "send" y ya fue: no hay retorno. El mensaje salió, se fue, está en manos del otro y sólo queda esperar la consecuencias. Salió con copia cuando no era la idea; acarreó huellas de mails, al pie, que nadie debía ver; cambió el receptor por otro que empezaba con la misma letra; o, simplemente, fue un impulso emocional que, minutos después, la mente censuró con argumentos más que razonables. ¿Te pasó? ¿Te quisiste matar? Por suerte vivimos para contarlo y compartirlo.
¿Cuántas veces después de escribir un mail o mensaje comprometido se
nos enciende una fuerte inquietud al momento de enviarlo? ¿Nunca les
pasó? Ese instante fatídico en el que, después de una descarga intensa
(íntima, descarnada, brutal), revisamos el "send", repensamos el click
en el botoncito correspondiente, y encontramos que sí, que nos
equivocamos. Que "mandamos" mal... Y que no hay remedio.
Cuentan
que existen ciertas formas en que se manifiesta nuestro inconciente: el
acto fallido, el lapsus, los sueños, los chistes. Dicen que cuando nos
equivocamos o decimos algo bajo el argumento del humor, en realidad es
nuestro inconciente que está diciendo lo que “supuestamente” no queremos
decir concientemente.
Sin embargo, me es difícil ubicar en alguna
de estas variables en las que se presenta nuestro inconciente (que
agarra y dice lo que la conciencia no quiere decir), al inexorable
momento en que, por error, hacemos llegar a quien o quienes no queremos
cierta información que nos deja expuestos, sin opción a excusas,
desnudos y sin salida alguna.
Clickear el enter, podría llamar a este inquietante acto.
Ciertamente
tenemos a mano algunos ingenuos y poco tranquilizadores argumentos para
justificarnos, tales como que “responder” se confunde con “reenviar”, o
que “responder a todos los destinatarios” está justo al lado de la otra
teclita, o que nuestra “libreta de direcciones” está hecha un embrollo
por lo desordenada y entonces, en la carpeta familia, se nos coló algún amigo, o en la de amigos
se mezcló algún ex que deberíamos haber borrado hace rato, o bien que
no anulamos de la lista a aquel o aquella con quien ya no queremos
compartir nada de nada.
Qué se yo... Lo cierto es que ocurre mucho
más habitualmente de lo que imaginamos. Sabemos, o deberíamos saber,
que cuando estamos a punto de clickear send tras haber escrito
algún texto delicado, la atención y el cuidado deberían haber estado a
la altura de una instancia tan peligrosa y temida como dar respuesta a
las preguntas de un inspector de la AFIP.
Pero resulta que no.
Cuando estamos en esos estados de desborde emocional que nos llevan a
volcar en un mail lo que nos sale de las tripas, sin la menor
decantación posible, a manera de vómito incontrolable, metemos la pata,
invariablemente.
Y es entonces, por ejemplo, cuando la amiga a la
que no nos animamos a decirle que el novio nos está arrastrando el ala y
que a nosotras nos entusiasma, se termina enterando cibernéticamente,
odiándonos de inmediato y para toda la vida; o a la esposa de nuestro
amante le llega la carta de amor que, obviamente, iba dirigida a él; o
nuestra pareja se entera que estamos chichoneando con nuestro compañero
de trabajo; o nuestro jefe se enteró que estamos hartos de su cara y
algo más... Los tecno-fallidos están a la orden del día. ¿Quién de
nosotras no tiene algún episodio de esta naturaleza en su haber?
De
todos modos, y aunque el hecho entre en tal categoría, sostenida por
cientos de teorías serias y comprobadas científicamente, lo cierto es
que no zafamos. Quedamos condenadas a merecidos castigos. Dolorosos,
irreparables. Y encima tenemos que ir a nuestra terapia a analizar por
qué cuernos el intruso inconciente hizo otra vez una de las suyas.