Al nacer, Usain Bolt
pesó 4,3 kilos. Un bebé voluminoso, como sus padres y su abuelo, un
gigante de 1,95 metros. Creció como si tuviera prisa. Fuerte, alto,
fibra. Parecía perfecto... y no lo era. La zona lumbar de su espalda se
desarrolló torcida. Sin saberlo hasta tiempo después, el niño sufría
escoliosis. Estaba desnivelado; su fantástico cuerpo nació mal estibado.
Y se desequilibró. «Tengo la pierna derecha más corta que la zurda»,
repite Bolt.
Los expertos le auguran una vida deportiva breve a causa de sus dolencias
Y no lo supo hasta los 18 años, cuando ya era la sensación del
atletismo jamaicano. Cada vez que aumentaba la intensidad de sus
sesiones de velocidad, se rompía. Se desesperó. En su cabeza se formó
una idea: entrenar duro es igual a lesionarse. Pero Friz Coleman,
su férreo entrenador, no le dejó sestear. Más pesas, más gimnasio. El
indolente Bolt aumentó su desgana: empezó a esquivar los entrenamientos o
llegar tarde. Aun así, le llevaron a unos Juegos, los de Atenas 2004,
que él no quiso nunca correr. Tenía 17 años. Hizo el ridículo: en las
series de clasificación de 200 metros notó un pinchazo y entró al
trantrán. Eliminado. La prensa jamaicana le tachó de blando, de gallina.
Bolt
se recluyó en casa. Notaba las miradas con sorna de sus vecinos cada
vez que salía. Vivió en el sofá. Hasta que cambió de entrenador. Había
oído hablar de un tal Glen Mills,
el hombre que le iba a resucitar. Mills es un alquimista. Fue capaz de
coger a un velocista menudo como Kim Collins (1,74 metros y 65 kilos) y
hacerlo campeón del mundo en París 2003. Ahora, llamaba a su puerta el
caso contrario, un chaval de músculos de cristal que era además
demasiado alto (1,96 metros y 92 kilos). La velocidad era entonces coto
de tipos hipermusculados de talla media. Pittbulls. Un pívot, un galgo,
no parecía tener sitio. Mills lo buscó. Llevó a Bolt a Alemania, a la
consulta de un médico, Muller-Wolhlfahrt, que le habló por fin de su
invisible cojera. Las lesiones habían acentuado la escoliosis. Bolt
estaba mal hecho. Increíble. Aplicaba cerca de un 10 por 100 más de
fuerza con la pierna larga. Tranqueaba pese a ir a toda velocidad.
Un nuevo cuerpo
Mills
y el médico germano le dieron la vuelta al cuerpo de Bolt. El talento
jamaicano se dedicó a compesar la zona débil de su físico. Cambió sus
hábitos: miles de ejercicios abdominales y lumbares para formar una faja
de músculos que protegiera su espalda. Horas y horas de estiramientos.
Toda su vida se centró en ese punto. Contruyó un nuevo cuerpo en torno a
su escoliosis. El resto ya lo tenía, vino de serie al nacer: las fibras
blancas de contracción muscular que lo convierten en una bomba y un
fémur infinito. La palanca. Es capaz de mover las piernas con la
cadencia de un atleta «bajito» (1,80) pese a medir un palmo más. Sólo
había que enderezar aquella culebra que le corría por la espina dorsal.
Tres años después de aquel diagnóstico, Bolt batió las plusmarcas de 100, 200 y 4x100 en los Juegos de Pekín 2008. El cojo volador: en 2009 rebajó aún más la marca de 100, hasta los 9.58. Un salto gigantesco.
Pero
su caprichoso cuerpo volvió a resentirse en la aproximación a los
Juegos de Londres. La escoliosis no tiene solución. Morirá con ella.
Bolt es así. Está torcido. Por eso, los especialistas pronostican una
vida deportiva breve para el mayor talento físico que ha dado este
siglo. El más veloz del planeta es cojo. «Dios, seguramente, ha querido
equilibrar las cosas», resumió Bolt en una entrevista a «L’Equipe».
John Smith, el mítico entrenador de los grandes velocistas
estadounidenses, dijo de Bolt: «Es una anomalía de la naturaleza». Una
bala tan veloz como mellada.