Camila (22) estaba peleada con su imagen y la cambió de manera violenta. Al tiempo se convirtió en bulímica. Entretelones del tratamiento y el proceso de cura.
La mayoría de los trastornos alimentarios comienzan con la
insatisfacción por el aspecto físico. Un pensamiento que deriva en
conductas que, paulatinamente, se vuelven incontrolables. “Yo me veía y
me sentía gorda”, confiesa Camila, hoy con 22 años, pero desde los 19 en
proceso de recuperación por bulimia nerviosa. “Siempre pensaba en
alguna posibilidad para bajar de peso que no pasara por el gimnasio o
las dietas. Así que un día, en mi casa, decidí vomitar lo que había
comido y me resultó tan fácil, tan simple, que lo incluí en mi vida como
un método más para adelgazar”.
Los escondites
Al
igual que el cigarrillo, el alcohol o las drogas, la bulimia es una
adicción y, como tal, conlleva un escaso control de los impulsos que
obliga al afectado a moverse de manera compulsiva. Así lo cuenta Camila,
cuya identidad resguardamos respetando su pedido: “Al principio, lo
hacía de vez en cuando, después comencé a ir al baño al terminar cada
comida hasta que me encontré buscando cualquier excusa para vomitar”.
A
diferencia de la anorexia nerviosa, la bulimia se caracteriza por ser
más reservada ya que es difícil detectar sus síntomas. “Uno lo vive como
algo íntimo; es algo que hacés por vos, sólo para vos”. Las personas
que la sufren tienen esos comportamientos característicos: se esconden
en el baño o en el cuarto para autoprovocarse el vómito; toman laxantes o
van detrás de productos “mágicos” para alcanzar una meta que se aleja
siempre un poco más, como un espejismo: adelgazar. La imagen no tiene
nada de poético. Por el contrario, es indicio de un verdadero drama.
Las distorsiones
Camila
revela otro rasgo de esta dinámica secreta y dolorosa: la necesidad de
esconder los vómitos o los envases de los productos para adelgazar en
los cajones o debajo de la cama. Es significativo que la mayoría
coincida en guardar estas evidencias en lugares no tan ocultos, lo que
al parecer desnuda inconscientes pedido de ayuda. “En algunas ocasiones
lo hacía dentro de un recipiente y lo ponía en la mesita de luz, como si
en verdad estuviera buscando que lo encontraran”. Ella, al cabo de tres
años de tratamiento siente que puede tener una mirada “objetiva” sobre
lo que le tocó vivir.
“A mí se me distorsionó mi imagen cuando, en
realidad, la que distorsionaba era mi mirada. Empecé a verme muy mal.
Estaba incómoda con mi cuerpo y me veía excedida de peso, gorda, cuando
lo cierto era que estaba muy flaca. A medida que pasó el tiempo, aumenté
las idas al baño hasta que llegué a un punto en el que no podía parar”.
Entonces
tuvo que empezar a mentir y a ocultar cosas para continuar vomitando.
Pero no estaba sola en esta cruzada que sin saber libraba contra ella
misma: tenía amigas con las que todo esto era vivido de una manera
plena: ellas también eran bulímicas. “Parecerá increíble, pero nos
juntábamos a vomitar. Éramos compinches en eso, teníamos nuestro secreto
que nos hacía vernos únicas, diferentes. Me sentía parte de un grupo.
Una vez viajé con una amiga y nos pasamos todo el tiempo vomitando
juntas, lo disfrutaba. Pero a la vuelta de eso me sentí muy mal,
pésimo”.
Darse cuenta
El primer contacto
que tuvo Camila con la noción de la enfermedad fue en la escuela,
durante un encuentro sobre trastornos alimenticios. Allí se abordó la
cuestión y suministraron información básica, aunque ella cree que de
manera incompleta, insuficiente. “Daban clases sobre el tema, pero de un
modo muy superficial. Tiempo después, a raíz de un desmayo que tuve, me
di cuenta que se me estaba yendo todo de las manos. Creo que esa fue la
gota que rebasó el vaso, me asusté bastante y comencé a buscar ayuda”.
Los especialistas coinciden en que este es un paso clave desde el
paciente, para iniciar la lucha contra la enfermedad: asumir el
problema.
Primero, Camila se hizo atender por un psicólogo de su
obra social que, según describe, “no entendió lo que me estaba pasando”.
Después buscó alternativas por los centros de atención especializados.
Todo este recorrido lo inició sola, sin contarle nada a nadie. Algo
bastante inusual ya que por lo general no son los enfermos los que toman
la delantera, sino el entorno familiar o los amigos.
Camila hizo
un camino inverso y una vez que estaba siendo tratada, de a poco, empezó
a conversar sobre su condición con los suyos. Cuenta que se manejó con
cuidado, especialmente por su mamá. “En principio le dije que estaba
yendo a terapia y después de un tiempo bastante largo le comenté que
quería tratarme por bulimia. Tenía miedo: no quería que pensara
cualquier cosa de mí. Hasta que ella misma me dio un lugar a donde ir”.
Acompañamiento
Los
resultados de un primer diagnóstico determinaron que estaba en
condiciones de hacer un tratamiento ambulatorio. Por lo tanto, no se vio
obligada a modificar su rutina, pero sí tuvo que adaptarse a un
tratamiento interdisciplinario que abarca distintas dimensiones del
conflicto: el factor psíquico, el factor corporal, la interacción de
ambas áreas y todo esto en relación con su desenvolvimiento social. Fue y
sigue siendo clave en cada instancia del tratamiento el apoyo de la
familia y las amistades.
Camila dice: “Para mí fue decisivo sentir
que me acompañaban, que estaban a mi lado. Ellos también tuvieron que
hacer una adaptación, entender, por ejemplo, que es importante que no se
hable de temas relacionados con el peso. Porque es lo más común que te
pregunten o te digan que estás más o menos gorda, más o menos flaca. Y
eso te mata. Cuando escuchaba a una amiga quejarse por su figura y yo la
veía perfecta, me ponía mucho peor. Tanto mis padres como mis amigas
aprendieron a convivir con esas advertencias. Para mí fue trascendental
que me ayudaran, sobre todo cuando tuve alguna recaída, y tuve varias.
Entonces era vital que alguien estuviese conmigo para ayudarme a
despejar la mente y pensar en otra cosa”.
Cada caso, una historia
La
historia se parece, en líneas generales, a otras, pero los
especialistas señalan que en cada caso hay una filigrana distintiva,
personal, que obliga a plantear el abordaje desde un “punto cero”. En
definitiva, no hay dos casos idénticos, aunque la meta sí sea la misma:
la recuperación definitiva o lo que es lo mismo, borrar ese horizonte
ficcional, el del espejismo de la delgadez como un ideal, sinónimo del
cuerpo perfecto.
Camila se mira de reojo en el espejo y sonríe.
Ahora se siente bien con ella misma y su relación con su cuerpo cambió:
“Aprendí a separar las emociones de la comida. Ahora sé comer bien y
puedo disfrutarlo mucho”.
Definiciones
* Bulimia. Es
una patología originada en una preocupación obsesiva por la
alimentación y sus efectos. “El problema se origina en la mente, pero es
el cuerpo el que tiene la palabra porque expresa lo que el individuo
siente”, define Edith Szlazer, directora de la Asociación Argentina de
Bulimia y Anorexia (BACE).
* Efecto familiar.
“Hay que tener muy en cuenta las presiones que ejercen amigos o
familiares sobre el paciente. Muchas veces son ellos los que incitan el
problema. Hay casos en que desde chicos se imponen traumas en relación
con la comida como que, por ejemplo, el de comer en abundancia es
sinónimo de salud”, advierte el psicólogo Daniel Bustamante.
* Obsesión por la delgadez.
“Esta obsesión está dejando de ser una cuestión de estética individual
para convertirse en un problema de salud pública que afecta a cada vez
más personas”, advierte el sitio web de BACE.
* Cuestión de imagen.
“Se observan niños y niñas con sobrepeso o muy preocupados por su
cuerpo, lo cual da cuenta que los tiempos actuales priorizan la imagen
en detrimento del crecimiento intelectual y afectivo. El problema es que
importa más lo que se ve, sin tomar en cuenta el precio que se termina
pagando por adecuarse de cualquier modo a los ideales estéticos del
momento”, señala la licenciada María Beatriz Müller, Presidenta de Salud
Activa.