Parece una invención, como todas las historias de nuestra historia, pero no lo es: en la noche del 3 de noviembre de 1903, justo hoy hace 110 años, el coronel Jorge Martínez, al mando del crucero colombiano Bogotá que surcaba las aguas del Pacífico, cumplió su amenaza de “hacer llover metralla” sobre la Ciudad de Panamá si los insurrectos contra el gobierno central no dejaban la pendejada y liberaban a los presos, entre ellos al comandante de su propia escuadra, el general Luis Alberto Tobar.
Eran las 9 de la noche cuando retumbaron los primeros cañonazos, parece que seis en total durante media hora: seis balas perdidas que fueron a estrellarse contra lo primero que se les atravesó, unas casas y unos gritos, dando de baja así a los dos únicos mártires que se conocen de la gloriosa gesta emancipadora de la República de Panamá: un chino y un burro. El primero se llamaba Wong Kong Yee, fumador de opio, el burro no lo sé.
Mientras tanto en Bogotá (que esto se lea con la voz de un narrador de radionovelas; lo malo es que en esta historia no aparecerán Solín ni Kalimán) no se sabía nada, pues la noticia de la separación de Panamá llegó a la capital dos días después, como era de esperarse. Primero fueron los rumores y los chismes, el género por excelencia de la literatura bogotana, y luego sí un grupo de indignados, como se diría hoy, yendo al palacio presidencial a pedirle cuentas al Gobierno. Pero las fuerzas del orden atajaron a la turba.
Entonces el general Rafael Reyes y don Jorge Holguín, y el doctor Lucas Caballero y Fabio Lozano, citaron a todo el mundo en el Teatro Municipal a las 4 de la tarde. Lo que estaba pasando era gravísimo, ala. Algo había que hacer, carachas. Desde el escenario se pronunciaron discursos desgarrados, y no faltó quien dijera que había que salir en el acto, ya mismo, a defender con hombría la dignidad de la República, pues Colombia no permitiría semejante humillación. Ni más faltaba. (En aquel entonces aún no había Twitter).
Visita en Palacio
El general Pedro Nel Ospina había regresado hacía poco al país, luego de su exilio por haberse opuesto al golpe de mano en el que el vicepresidente, José Manuel Marroquín, de 73 años, una joven promesa, le había quitado el poder al presidente Manuel Antonio Sanclemente, de 87 y quien gobernaba desde Villeta, pues la altura y el frío bogotanos le daban mal aire. Pero ese día amargo el general Ospina depuso su odio y en vez de ir al Teatro Municipal fue al Palacio de Gobierno a visitar al célebre filólogo, autor, entre otras joyas, de La perrilla.
Cuenta Laureano Gómez, quien luego sería su ministro de Obras, que Ospina entró al Palacio de San Carlos sobrecogido por su soledad. Todo allí crujía. Fue a saludar a Marroquín, quien al verlo le dijo: “Oh, Pedro Nel: no hay mal que por bien no venga: se nos separó Panamá pero tengo el gusto de volverlo a ver en esta su casa”. El vicepresidente estaba leyendo una novela de Paul Bourget, ¿quizás La tierra prometida?
Aunque Ospina ya estaba acostumbrado al estilo de Marroquín, pues una vez, hacía tres años cuando era su ministro de Guerra, estaba dirigiendo por telégrafo una delicada operación militar y fue llamado de urgencia a Palacio. Lo necesitaban de inmediato. Ospina corrió, temiéndose lo peor. Al llegar dio con una festiva tertulia de viejitos bogotanos embriagados por el chocolate, y el vicepresidente le dijo: “Siquiera llega, Pedro Nel: estamos buscando consonantes a la palabra ‘indio’ y queremos que nos ayude…”.
Esa era Colombia, Pablo: un país gobernado por filólogos y déspotas ilustrados –algo que hoy sería impensable en el mundo, sobre todo en lo que se refiere a la ilustración–, que hicieron de la erudición y la gramática, y de la fe católica, un instrumento de poder e identidad, un bastón de mando que trazaba con gerundios y participios, y plegarias, la frontera entre la civilización y la barbarie. Malcolm Deas lo explicó muy bien, hace tiempo, en su ensayo sobre don Miguel Antonio Caro y sus amigos.
Y aunque podría pensarse que ese rasgo cultural (la sabiduría como símbolo del poder) era en principio bueno, y lo es, en él también se resumían muchas de las peores taras de la élite colombiana de entonces: su orgullo por el desconocimiento del país, su desprecio por la tierra caliente y el mestizaje. El delirio de creer en el lenguaje y la falsa blancura como un antídoto contra la barbarie del trópico. Un país con tentaciones modernas, casi, pero preso aún de su herencia colonial. Si hasta los liberales tenían que hacer diccionarios e ir a misa para que los oyeran.
En parte por eso también se separó Panamá: porque allá se sentían más cerca de Washington que de Bogotá, sufriendo siempre el aislamiento y la desidia oficial. Marginados por ser un zancudero, un infierno, donde solo la fiebre amarilla y la violencia habían podido resistir. En marzo de 1903, recién elegido el Congreso colombiano que discutiría el Tratado Herrán-Hay, el Star & Herald, un periódico proyanqui panameño, dijo en su editorial: “Pocos de esos congresistas conocen el mar”. Era cierto.
Con el Tratado Herrán-Hay Colombia les concedía a los Estados Unidos la continuación de las obras del Canal de Panamá, tras el desastre y la ruina de la compañía francesa que las había empezado en 1881 con Lesseps a la cabeza. La concesión era por 100 años prorrogables, con una zona de cinco kilómetros a lado y lado del Canal en toda su extensión. A cambio, nuestro país recibiría diez millones de dólares de un solo golpe y una mensualidad de 250.000 dólares por el arriendo. La soberanía colombiana en el Istmo quedaba intacta, eso sí.
El 17 de marzo de 1903 el Senado de los Estados Unidos ratificó el tratado, mientras que en Colombia (voz de radionovela otra vez) su discusión empezó solo después del 20 de junio, con la instalación del Congreso. Pero el parlamento colombiano rechazó el tratado, el 12 de agosto, aduciendo que Herrán no tenía legitimidad para firmarlo, que atentaba contra nuestra soberanía, y lo más importante: que primero se tenía que resolver el tema de la propiedad de la compañía del ferrocarril para mejorar las condiciones económicas del contrato.
Fue cuando el proyecto separatista, con hondas raíces históricas y políticas, estalló en Panamá, apoyado en sus intrigas por el gobierno de Theodore Roosevelt –“me llevé el Istmo”, dijo luego el Nobel de la Paz– que no soportaba más la indefinición colombiana y que tenía siempre bajo la manga, como una sombra, la amenaza de hacer entonces el canal por Nicaragua, un proyecto tan antiguo, o más, como el de Panamá, y al que el Congreso de los Estados Unidos ya le había aprobado, en enero de 1902, una partida de 150 millones de dólares. No era sino empezar a cavar. La Doctrina Monroe y el nuevo imperialismo en su esplendor.
Por eso se enfurecieron los panameños: si Colombia no quería el canal, ellos sí. Incluso si había que crear un país para hacerlo, lo hacían: se separaban por fin, allá ustedes con su frío y sus guerras y su latín. Desde septiembre –desde muchísimo antes: desde siempre– era evidente que eso iba a pasar, y de nada valieron las voces de alarma, como la de Oscar Terán o Juan B. Pérez y Soto, que anunciaban la llegada del lobo: el 20 de ese mes Marroquín nombró gobernador del Istmo a José Domingo de Obaldía, quien le advirtió que si su gente se quería separar él no iba a hacer nada para evitarlo.
Y no lo hizo, al revés: mientras los periódicos en Panamá daban la fecha del alzamiento con un mes de anticipación, cual cartel de circo, Obaldía fingía sorpresa y estupor. Bunau-Varilla y Cromwell intrigaban con Washington y los separatistas, y en Colombia los partidos pescaban en río revuelto, como Simón el Bobito en su balde. No sé si sea cierto, pero dicen que Pablo Arosemena mandó un cable a Bogotá diciendo que todo estaba tranquilo y en paz, prueba de lo contrario. Dicen que fue el 3 de noviembre. Por eso el retorcido anagrama con su nombre que compuso alguna vez un amigo: “Él robose Panamá”.
Pero no fue él: fueron todos, mientras sonaban las balas perdidas de una cañonera. Fuimos todos. Era el epílogo de la Guerra de los Mil Días que había desangrado a Colombia, dividida en el poder entre las dos facciones seniles del Partido Conservador: los históricos y los nacionales. Así se perdió Panamá el 3 de noviembre de 1903, una muerte anunciada.
El 18 de noviembre, tropas colombianas llegaron al Darién para vengar el pillaje, pero como dice Matthew Parker, vieron la selva y se devolvieron. Una comisión de notables –Reyes, Holguín, Ospina y Caballero– fue nombrada para deshacer el entuerto, pero ya era demasiado tarde. Como siempre aquí.
Ahora dicen que una empresa de Pekín hará el canal interoceánico por Nicaragua. Dondequiera que esté, Wong Kong Yee debe de estar riéndose, con la mano en la boca, fumando opio. La venganza es un plato que se come frío. Con palillos chinos.